lunes, 7 de enero de 2013

Pretextos para el caos

Tardé casi una hora en darme cuenta que me había perdido, otra más en asimilar que el grupo me había abandonado… Tres horas de caminata inconsciente, feliz como perra extraviada… Y una hora más en lograr volver al hotel.

Seis horas a cambio de 60 segundos; porque no pudo haber durado más de un minuto: cuando entré a esa habitación irrepetible del Glover Garden y empezó a sonar Madam Butterfly, ¡con lo que me gusta! El llanto me hizo correr a esconderme… y el resto ya te lo dije, no me pude encontrar en lo que quedó del día.

Nagasaki, 30 de noviembre.

Empieza con D y termina con d

Tu cuerpo suave no pesa en mi cama. Liviano. Como el sueño que no te permití tener. Frágil. Tanto que mis caricias te hacían temblar como alas de mariposa; terriblemente vivas, dolorosamente rotas, inconscientes y absolutas. Tan suave. A mi merced insomne y obsesiva. ¿Qué voy a hacer con todo este amor que no puedes ver? Al que repele la alarma del despertador…

Vancouver - Narita

Despegamos alrededor de las 11 de la mañana pero, tratándose de un vuelo de conexión -proveniente desde la Ciudad de México, con el día previo plagado de pendientes, dos horas atorada en Insurgentes y varios desvelos- en cuanto el avión se estabilizó, me quedé dormida. Pasado un amasijo de minutos incalculable, desperté. El interior del 747 estaba oscuro, todos los pasajeros en ventanilla, al igual que yo, la mantenían cerrada. No estaba pensando en nada, fue más inercia que consciencia y más suerte que curiosidad: puse el mapa como quien mira su reloj sin ver la hora. Elegí aquél en el que es posible visualizar el espacio aéreo en tiempo real y, por ende, se puede identificar en el mapamundi la zona que el avión sobrevuela al momento. Nos encontrábamos más al norte de lo esperado, apenas por debajo de El Estrecho de Bering. De un manotazo urgente y curioso quité la persiana de la ventanilla: la luz me quemó los ojos. Blanco total. Tuve que cerrarla de inmediato; no quería molestar a nadie (el avión estaba atestado de japoneses dormitando). Ha de haber sido como si alguien tirara una foto con flash en la cara de los más próximos. Me preparé para un segundo intento mucho más cuidadoso. Coloqué la abultada capucha del abrigo sobre mis hombros, abrí la persiana un poquito y pegué la cara al vidrio para absorber el impacto de luz. Como diría mi abuela, “el ojo habanero” por la luz que ardía, por la visión que me quemaba. Encima del avión había un mar de nubes, infinito hasta el horizonte. Y debajo, debajo había nieve, picos nevados, ríos que partían bloques de hielo inmensos, oscuro oleaje. Mucho movimiento y mucha quietud. Ningún árbol, por ejemplo. En el mar intuí los moluscos que sobreviven a las temperaturas árticas y los mamíferos gigantes que los devoran. No se cómo decirlo, era un reino nuevo y a la vez no porque me lo apropié de inmediato. Como si toda esa soledad solo pudiera ser habitada por mi existencia. Como si ya la hubiera soñado antes. Ignoro cuanto tiempo estuve así… el suficiente para llamar la atención de otros pasajeros y ellos, a su vez, la de la azafata que vino a pedirme con muchísimo tacto (se lo reconozco) que cerrara la persiana. Ella incluso ofreció dejarme mirar un rato más en la ventanilla de la parte trasera del avión -en donde están los servicios- conmovida por mi gesto infantil. Gesto ególatra; avergonzado al descubrir que la rendija de persiana que abrí en un principio había crecido demasiado en su insuficiencia. Ya no quise. Me dieron ganas de llorar. Pensé en ti y me volví a dormir.

Fragmentos de nuestra locura

Cuando uno sufre de una enfermedad nerviosa, la recomendación del médico y los amigos siempre es la misma: tienes que relajarte. Ser consciente de estar en una situación emocional tan precaria es desalentador: irónicamente, la única causa de ansiedad que puede identificarse con plena certidumbre es la necesidad de relajarse, de no ponerse nervioso. Lo cual termina por activar un círculo de preocupaciones infundadas o no. La terrible sensación de no tener que estar nerviosa es tan odiosa como estar nerviosa; sufrir esta condena psicológica es algo que podría postrar al más fuerte.