martes, 18 de junio de 2013

Bitácora del Capitán 18:06:13

Hoy conocí a alguien con Tourette. Era una mujer grande en ambos sentidos que caminaba con quien  -pobre-, adivino es su madre. Venían tranquilas, traían un pequeño radio que aparentemente mantenía de buen humor a la mujer en cuestión. Tarareaba chingaderas "qué te pasa, estúpida, ¡ya! puta estúpida" con una voz bajita, desentonada y pues sí, parecía involuntario. Aunque todo esto es una gran conjetura. 

lunes, 10 de junio de 2013

Domingo Irreal


 Trato de llevar un diario normal, pero los sueños se me desbordan. 

Hace unas horas vi un edificio con el que ya había soñado años atrás. Sucedió en Santa María la Ribera. No sé en qué calle. Es decir, no sé el nombre de la calle; sí sé de qué cuadra se trata. Mi memoria no funciona bien con los nombres. Sirve mejor para reproducir mapas. Siempre me ha sido más sencillo recordar un trayecto imaginario que retener el nombre de las calles. Es como si en mi cabeza no hubiera papel y lápiz para escribir pero me dejaron una cámara fotográfica en su lugar. No es muy buena. Como cualquier otra cámara, produce imágenes limitadas. Las fotografías a veces son algo borrosas. Otras no están bien dirigidas o son un accidente en el que solo puedes ver el azul del cielo, la grieta en una pared con medio árbol detrás, el flashazo guardado dentro de un bolso de mujer. Como nunca había estado en la zona, mi paso era lento. Mi ritmo era el del transeúnte que pretende el detalle en los ventanales de los segundos pisos y a la vez, está pendiente de su condición de extraño en territorio nuevo. Sin referencias. Estaba por terminar el trayecto que llamo “la escalera con gancho” (ese dar vuelta a la derecha, luego a la izquierda, a la derecha y, finalmente, otra vez a la derecha) cuando, detrás de la esquina -como si hubiera estado ahí agazapado, esperándome- surgió el edificio con el que ya había soñado años atrás. No se encontraba quieto, como podría esperarse de un edificio. No. Se moría de la risa. Las ramas de los árboles le hacían cosquillas y la sombra de las nubes le obligaba a guiñar los ventanales. Me quedé atónita. Sin poder respirar. En mi mente pregunté “¿qué haces tú aquí?” Y después, “¿o eres un déjà vu?” No me dejé amedrentar en exceso, no era para tanto. Como acostumbro leer durante los trayectos de la ciudad, a veces recubro algunos sitios con metáforas que le pertenecen más a los libros que a la geografía urbana (estoy habituada a que algunas imágenes cobren vida). El edificio con el que ya había soñado años atrás se puso serio y me miró con un gesto más imponente. Era todo un cara dura de ladrillo naranja y escaleras de emergencia azul industrial. Finalmente le dije “¡pero qué problemático!, ¿de dónde has salido?” Y se volvió a reír. El viento se nos unió: desgarró la pausa con un aire suavecito y ondulado. El semáforo cambió de color. Y yo, de pronto, ya había llegado a la casa de Sheba, a su sala; una taza navideña llena de café en las manos.

El corazón es un conjunto de pequeños infinitos


La arena, las estrellas, las hojas de los árboles, el oleaje, todos son pequeños infinitos.
Incontables. Continuidades numéricas que superan la vida. Aunque, también en las personas hay pequeños infinitos. Frente al mar -con toda esa inmensidad y el oleaje incansable- uno se puede preguntar: ¿cuál es el intervalo entre una ola y otra? ¿no crees que se parece al latido de tu corazón? ¿del mío? 

Más de cien mil latidos por día son nuestro pequeño infinito, un oleaje con sus propias mareas y tormentas, con su calma y su tiempo irrefrenable aún más rápido que el viento jugueteando con el mar. Cien mil latidos por día ¿y no me regalas ni uno? El corazón es una bomba. Un reloj. Un tambor. Una lámpara. Un acto espontáneo como la percepción del peligro. Es la luz que hay en tu habitación. Es un cauce de impulsos eléctricos. Es todo, porque, aquí entre nos: el corazón es un conjunto de pequeños infinitos.

domingo, 9 de junio de 2013

Flashback, cortada

Objetos que te devuelven a la infancia temerosa: un cuchillo muy bien afilado, las máquinas de escribir, cosas frágiles que le pertenecen a otros.