Despegamos alrededor de las 11 de la mañana pero, tratándose de un vuelo
de conexión -proveniente desde la Ciudad de México, con el día previo
plagado de pendientes, dos horas atorada en Insurgentes y varios
desvelos- en cuanto el avión se estabilizó, me quedé dormida. Pasado un
amasijo de minutos incalculable, desperté. El interior del 747 estaba
oscuro, todos los pasajeros en ventanilla, al igual que yo, la mantenían
cerrada. No estaba pensando en nada, fue más
inercia que consciencia y más suerte que curiosidad: puse el mapa como
quien mira su reloj sin ver la hora. Elegí aquél en el que es posible
visualizar el espacio aéreo en tiempo real y, por ende, se puede
identificar en el mapamundi la zona que el avión sobrevuela al momento.
Nos encontrábamos más al norte de lo esperado, apenas por debajo de El
Estrecho de Bering. De un manotazo urgente y curioso quité la persiana
de la ventanilla: la luz me quemó los ojos. Blanco total. Tuve que
cerrarla de inmediato; no quería molestar a nadie (el avión estaba
atestado de japoneses dormitando). Ha de haber sido como si alguien
tirara una foto con flash en la cara de los más próximos. Me preparé
para un segundo intento mucho más cuidadoso. Coloqué la abultada capucha
del abrigo sobre mis hombros, abrí la persiana un poquito y pegué la
cara al vidrio para absorber el impacto de luz. Como diría mi abuela,
“el ojo habanero” por la luz que ardía, por la visión que me quemaba.
Encima del avión había un mar de nubes, infinito hasta el horizonte. Y
debajo, debajo había nieve, picos nevados, ríos que partían bloques de
hielo inmensos, oscuro oleaje. Mucho movimiento y mucha quietud. Ningún
árbol, por ejemplo. En el mar intuí los moluscos que sobreviven a las
temperaturas árticas y los mamíferos gigantes que los devoran. No se
cómo decirlo, era un reino nuevo y a la vez no porque me lo apropié de
inmediato. Como si toda esa soledad solo pudiera ser habitada por mi
existencia. Como si ya la hubiera soñado antes. Ignoro cuanto tiempo
estuve así… el suficiente para llamar la atención de otros pasajeros y
ellos, a su vez, la de la azafata que vino a pedirme con muchísimo tacto
(se lo reconozco) que cerrara la persiana. Ella incluso ofreció dejarme
mirar un rato más en la ventanilla de la parte trasera del avión -en
donde están los servicios- conmovida por mi gesto infantil. Gesto
ególatra; avergonzado al descubrir que la rendija de persiana que abrí
en un principio había crecido demasiado en su insuficiencia. Ya no
quise. Me dieron ganas de llorar. Pensé en ti y me volví a dormir.